El Crack
La estrella extraordinariamente brillaba como si era la única en todo el universo y, curiosamente, todo me era muy extraño. El crack, esas noches iluminado por Venus, mostraba lo mejor de si. No corría… se dejaba deslizar como entre las tenues nubes de la noche y parecía no ver los rivales, quizás vería a los Olmecas y la cabeza rodando por la sangre de una estrella que guiaba a los jugadores hacia lo que era el fin, una pelota dominada dibujando el aire en pronunciadas curvas y torciendo su destino incierto.
El crack y su mirada recta con Venus, sus músculos tensos, el sentido del fútbol cósmico intacto a punto de convertirse en Dios. Eso era lo pasaba solamente en esas noches donde la misteriosa estrella brillaba. Esas son las noches las que extrañamos en mi pueblo, en este mi pueblo donde hoy los jugadores huelen a tabaco y a vino barato, donde siempre acaecieron cosas extraordinarias que ya no suceden más.
El patio del inquilinato nos servía de mirador a mis padres, mi hermana y a mí, recostados sobre el tejido que daba a la vereda y, con miedo, mirábamos la escena. Sucesos que se veían a menudo en el país por esos tiempos. El camión militar se estacionó en casa de los Comiso y rápidamente media docena de soldados fuertemente armados bajaron y rodearon la casa. Entre los rombos del tejido, mis ojos de niño no comprendían esas imágenes de la realidad, después mi padre me explicó que Don Comiso era peronista y en el ambiente flotaba la palabra extremista.
Mi madre, esa tarde, quemó unos diarios comunistas de papá y le decía furiosa:
-¡La próxima vez que lo vea a Vitalio lo saco cagando de acá!
-¡No quiero ver más estos papeles de mierda, así que avisale ya que no te traiga ni una sola hoja, mirá si nos llevan a los dos! ¿Y los chicos?
Y si, mi madre tenía ese carácter. Mi padre solo escuchaba ocultando su orgullo en balbuceos tratando de disculparse.
En frente de los Comiso estaba la plaza y en la calle que daba al sur vivían los Alfonso, en un teatro muy viejo que de vez en cuando funcionaba. Pipo Virulana y Mariela, hijos de los Alfonso eran nuestros amigos. Bueno, Pipo no tanto porque de vez en cuando me daba unos coscorrones y éramos de la misma edad. Con el que me llevaba bien era con el Viru que a veces hasta me defendía de las garras de su hermano; él era el mayor.
Increíble Don Comiso, como en las películas, salía con las manos en alto y los soldados con culatazos de las armas lo empujaban al camión. El barrio era un silencio atroz y los vecinos en mutismo absoluto, y con decir más, que hasta me pareció ver desde lejos al Viru temblar de miedo. Jamás lo vi dudar y menos tener miedo.
Mis padres alquilaban una casita muy humilde que daba al este de la placita, y a treinta metros de nuestra casa vivía Paruzo, por la misma cuadra. Era el goleador del equipo del Club Sportivo; alto, apuesto, pelilargo y muy buena persona. Viru y yo éramos como sus hijos, A Viru, Paruzo lo llevó a las inferiores por que era la promesa del balompié de la ciudad y yo podría cortar el césped de la cancha solamente.
Casi todos los días la pasábamos en la cancha con Viru, él, especialmente porque Paruzo le consiguió un trabajito como canchero, marcaba la cancha antes de los partidos, cortaba el pasto y yo le ayudaba.
A sus diecisiete años, Viru lo que más quería era jugar al fútbol y era muy bueno. Era inteligente, tenía velocidad, gambeta y era cabeceador, completísimo. Y el legendario Paruzo era su mejor maestro y ejemplo que, años mas tarde terminó su carrera jugando en Tigre de Buenos Aires.
Al otro día, el barrio estaba calmado. La familia Comiso estaba conmocionada, y a mí no me importaba, Solo quería ir al club porque el fin de semana el Viru debutaba en primera y ya me lo imaginaba a mi amigo con la camiseta blanca y celeste como la de la selección, entrando, persignándose con los Fulvence bien firmes, decidido, encarando a la gringada de Unión de Pampa Alegría, y a ver como lo para el caballo ese del número seis, ese tal Trnka que lo único que sabe es vender leche. O a los hermanos Balbuena que eran pechitos duros, o los Moreno que lo único que hacen es picar carne. Había que pasar a los gringos, eran jodidos.
Cuando llegué, Viru estaba limpiando los baños.
–vamos a hacer unos penales; le dije
-Dejá de romper las bolas; me contestó
-Eh, loco el domingo hay que pasarle por arriba a los gringos.
-Andá a lustrá la pelota de madera; me gritó.
Tomé un trapo y me dirigí al mástil donde la vieja pelota de madera, celeste y blanca, brillaba reluciente, recién pintada. El Viru caminaba hacia mí con la pala de punta en su mano.
– ¿Vas a marcar la cancha? ¡Pero el partido es el domingo!
-Sentate cabezón y escuchá; me dijo muy triste.
Sentados en el borde de la cancha, me contó lo que le pasaba. Que muy pronto le llegaría el telegrama para presentarse a la revisación médica para hacer la colimba.
-Pero es un año nomás Viru, le dije tratando de alentarlo.
-Si pero recién voy a debutar en primera y vos viste lo de los Comiso. Es seria la cosa, no sé si voy a volver y las cosas que se ven por la tele.
Estaba muy preocupado y en los días siguientes casi ni hablaba. Cumplía sus tareas y entrenaba sin ganas y desconcentrado. Yo estaba muy preocupado y a menudo lo alentaba pero no me hacía caso y tampoco me hablaba. Lo observaba y a medida que se acercaba el domingo para el partido no había señales de que cambiara la actitud.
Entre los tablones de la tribuna visitante, protegiéndome del sol de la tarde chaqueña, no le quitaba los ojos de encima al Viru. La vista fija en la pala que bajaba y subía, marcando la cancha que encendía nuestras pasiones, que representaba a toda la ciudad, el estadio más grande del interior y que el sabía que toda esa gente esperaba que él llevara al club la gloria futbolística. Seguramente él estaría pensando lo mismo, pero el miedo hostigaba el brillo en sus ojos y en mi siesta mental no me dí cuenta de la fatalidad del momento. ¿Por qué estaba trabajando descalzo si siempre lo hacía con las Flechas azules? No supe captarlo.
Cuando escuché el ruido del dedo del pie cortarse con el enorme filo de la pala, pegué un grito más fuerte que la esposa de Comiso ese fatídico día, y el estadio se me derrumbó.
El encargado del club, urgente, lo llevó al Viru chorreando de sangre, esa sangre de crack, de estrella de siempre, de los primeros lugares. El Viru era la esperanza del barrio de la ciudad del interior, sucesor del famoso Paruso y otras glorias del deporte local. No lo podía creer y encima se venía el clásico con Unión de Pampa Alegría.
– ¡No puede ser!
Mariela me recibió en su casa al día siguiente y me dijo:
–¡Qué mala pata el Viru ché!
Don Alfonso decía.
– ¡Qué accidente de mierda… justo antes del partido ché y encima dos dedos!
Pero yo sabía que no fue un accidente, y me lo confirmó una pequeña sonrisa del Viru quien hablándome silenciosamente, me dijo
–Me salvo de la colimba, seguro.
Me quedé sin palabras. No lo podía creer.
Don Alfonso fue a atender al cartero que golpeaba furiosamente, mientras yo miraba al Viru sin poder creer lo que me dijo.
El sobre era para el Viru.
Era un telegrama del Ejército Argentino con un membrete del escudo nacional. El viejo Alfonso un hombre muy serio mirando curiosamente el telegrama, se puso los lentes y leyó detenidamente y cuando acabó de leer alzó lentamente la vista y dejo escapar una leve sonrisa, entre alegría y desconcierto. Dirigiéndose al accidentado Viru le grito:
-¡Te salvaste de la colimba Viru, te tocó número bajo!
El Viru no sonrió más.-
ERNESTO LUQUE
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